Tenía 22 años, ojos azules y una frente amplia en la que se insinuaba una calvicie precoz. No tenía mucho que perder, así que cuando supo que el oficial de marina Robert FitzRoy necesitaba un naturalista para embarcarse a los mares del sur, ese joven, llamado Charles Darwin, no lo dudó mucho. Se subió al bergantín llamado Beagle y levantaron anclas, rumbo a una tierra desconocida para él, pero que terminaría cambiándole la vida. Durante cinco años, recorrería América y sus mares, y vería cosas fundamentales para luego elaborar su teoría de la evolución.
De esos cinco años, veinte meses transcurrieron entre la geografía accidentada y diversa Chile: los mares, los bosques y el desierto impresionaron al naturalista, quien anotó detalladamente todo lo que fue cruzándose a su paso. La fauna, la flora, la geografía, pero también las personas, sus costumbres, su idiosincrasia.
Ese viaje —y lo que observó y descubrió en estas tierras— es el hilo central que recorre la historia que decidió escribir la periodista Claudia Urzúa (1972) en Chile en los ojos de Darwin, un libro que se publicó originalmente hace diez años —en el bicentenario del nacimiento del científico inglés— y que ahora la editorial Laurel reedita en busca de nuevos lectores y lecturas.
Desde entonces, la figura del naturalista no ha hecho más que crecer y volverse aún más popular en todo el mundo, pero sus días chilenos siguen siendo un capítulo más o menos secreto, que este libro busca descubrir e iluminar.
Claudia Urzúa recuerda que fue todo rápido e intenso. Que un día le escribió la reconocida editora Andrea Palet —que entonces trabajaba en Ediciones B— y le preguntó si le interesaría escribir un libro sobre los días que pasó Charles Darwin en Chile. Urzúa acababa de renunciar a su trabajo en La Tercera, y no lo pensó mucho: le gustó la idea, a pesar de que desconocía la historia. De hecho, Urzúa, que nació en Magallanes, no tenía la mejor impresión del científico inglés.
—Mi conocimiento era muy sesgado —cuenta desde Punta Arenas, donde vive—. Lo que pasa es que aquí no tiene muy buena prensa, por la forma en que se refirió a los indígenas y lo que dijo sobre la pampa, que no fue muy positivo. Pero cuando uno investiga un poco, esa impresión cambia de inmediato.
La propuesta de Palet disparó su curiosidad, por lo que se puso a leer todo lo que había disponible sobre el científico inglés, partiendo por sus libros y todo el material físico que dejó: notas, cartas y apuntes de ese viaje que realizaría en el Beagle.
—Hay un par de libros de su relación con Chile y también novelas históricas, biografías y todo lo que escribió él mismo —dice—. Me interesó leer y releer todo ese material, para darle otro enfoque o buscar otras cosas en esos textos. Fueron meses de mucha lectura. Y fue muy importante descubrir un sitio de la Universidad de Cambridge donde tienen todo el material sobre Darwin.
—¿Qué cosas descubriste en ese sitio?
—Ahí está todo: las cartas, sus diarios, libretas, todo escrito a mano. En las cartas contaba un montón de cosas anecdóticas que me sirvieron mucho. En esas cartas me empezó a aparecer el personaje, su sentido del humor, sus motivaciones.
De los cinco años que duró el viaje, más de la mitad los pasó en tierra, recorriendo a caballo, interactuando con los lugareños e indígenas, observando todo lo que podía, anotando cada detalle del recorrido en sus cuadernos y libretas: Magallanes, Chiloé, el archipiélago de los Chonos, Valparaíso, el Valle Central, Valdivia, Concepción, Coquimbo, Copiapó y el Norte Grande fueron los lugares por los que anduvo, de forma intermitente, entre 1832 y 1835.
Urzúa escribe en uno de los capítulos finales: “El propio Darwin menciona las impresionantes escenas naturales que, como ningún otro territorio, Chile le proporcionó en abundancia: ‘… la Cruz del Sur, la Nube de Magallanes y las otras constelaciones del hemisferio austral; los glaciares llevando su corriente azul, convirtiendo el mar en un vertiginoso precipicio (…), los volcanes en actividad y los efectos aterradores de un terremoto’”.
Su viaje por un país decimonónico, que se acaba de independizar, está marcado por su contacto con una geografía singular, pero también por los vínculos que formó con la sociedad de entonces, desde campesinos y mineros, a aristócratas. Muchas de sus anotaciones se detienen en esos aspectos, sobre todo en la gran pobreza y en los privilegios de una sociedad que se vincula de una forma que a él le llama profundamente la atención. En un momento, anota:
“El capital es tan escaso en este país que los campesinos se ven obligados a vender su trigo antes de segarlo, cuando aún está verde, para poder adquirir lo que es necesario; resulta de ello que el trigo es más caro en el lugar donde se produce que en Valparaíso, donde viven los negociantes”.
O cuando está atravesando el cerro La Campana, junto a un par de ayudantes, se da cuenta de que no se sientan con él para comer, y anota: “De ninguna manera se considera que los hombres son iguales (…) Esto es una desigualdad de riqueza que no creo que se observa en ninguna otra parte de los países ganaderos al este de los Andes”.
Claudia Urzúa dice que, a diferencia de los conocidos comentarios despectivos que hizo sobre los indígenas, fruto de la cultura de la época, su mirada social sigue siendo muy desconocida. Y uno de los mayores descubrimientos del libro.
—Fue una de las cosas que más me llamó la atención mientras investigaba. Uno lo asocia a otras cosas, pero tuvo mucho que decir de la sociedad que éramos. Y a ratos, su lectura es muy actual. Se impresionó con la repartición de la riqueza, y decía que, de tanto querer parecerse a los europeos, los chilenos acomodados ya no tenían identidad propia. Fue bien impactante descubrir esas reflexiones.
Texto: Diego Zúñiga